Juan Mauricio Muñoz Montejo
A los jugadores blanquiazules fallecidos en la tragedia aérea de 1987.
Durante años he visto pasar grandes multitudes alentando, animando, metiendo presión, aún si el equipo anduviese perdiendo, la fanaticada agotaba sus gritos, reanimando desde los cuatro polos del estadio. He visto jugadores maravillosos, poetas del balón, ídolos inolvidables e insuperables. Cada nueva generación pisando el verde oscuro de este hermoso mausoleo llamado Alejandro Villanueva; en honor a uno de los eximios baluartes del equipo blanquiazul y selección peruana; o simple pero profundo, un nombre reconocido por todo el pueblo peruano: Matute.
Alegrías durante sendos campeonatos obtenidos con corazón victoriano. Lágrimas y penas en derrotas, destrozados y abatidos, sobre todo con el rival de toda la vida: Universitario de Deportes, el equipo antagonista, el malo de la película para nosotros, los que respiramos el fútbol aliancista y en los poros no despliega sudor, sino un color azulejo. Todo esto lo he vivido y experimentado por más de treinta años.
Aún cuando los cielos se desplegaron, y una luz brillante se exhibió intentando arrebatarme hacia el otro lado: Me rehusé. Luché intensamente durante horas contra un ángel, no sé si era de Dios o del diablo, pero no me interesó, luché perenne para quedarme. No fue en vano, pues continúo aquí. Matute es mi hogar. Nunca quise, ni quiero, ni querré irme. El amor por mi equipo es demasiado grande. Creo que nunca desearé tomar la escalera al cielo o al infierno.
Hoy el equipo de mis amores conquistó una batalla más en el camino del ansiado título nacional. Las luces del estadio están apagadas. Las tribunas lucen vacías pero con un aire de alegría, regocijo y algarabía donde se ahogaron gritos de gol y miles de papeles blanco-azul volaron a través del viento. Sólo estoy yo y un alma que no reconozco sentada en la tribuna sur, qué raro.
De vez en cuando visitan el estadio algunos gloriosos futbolistas de antaño que tuvieron el lujo de vestirse blanquiazul. Inclusive, Valeriano López y “Lolo” Fernández visitaron juntos el recinto hace un par de días atrás. Discutían tranquilamente acerca de uno de los tantos partidos donde se vieron las caras, y rozaron chimpunes en el campo de juego. Ya no se ve discusiones pacíficas entres los compadres hoy en día. A veces, se anhela esos tiempos donde el fútbol era amor por el juego, no por el dinero, y la violencia entre barras era ilusorio.
Pero los visitantes nostálgicos son los futbolistas de la tragedia aérea de 1987. Ellos acuden religiosamente cuando Alianza Lima celebra un campeonato. Ellos, también, festejan uniéndose de las manos, agradeciendo aunque ningún ser vivo los distinga, ellos saben que la hinchada peruana los recordará. En las noches, cuando el estadio está despoblado de banderolas y entusiastas fanáticos, regresan porque Dios les concedió el permiso eterno para asistir cuando ansíen. Los conversadores del grupo son Aldo Chamochumbi y “Caico” Gonzáles Ganoza, orgullosos de pertenecer a ésta institución. Mientras Aldo recuerda sus días de gloría, también reconoce que en Magdalena del Mar un pequeño estadio el cual lleva su nombre saldrán ídolos como él. “Caíco” se jacta y no se cansa de halagar a su sobrino quien cosecha éxitos en el viejo continente, además de sentirse orgullosísimo de él. Nos reímos de nuestras anécdotas. Mientras los demás como Tomassini, el “Potrillo” Escobar y Marcos Calderón contemplan y reflexionan sentados calladamente en la tribuna sur. Tal vez rememorando aquel insigne pasado.
Pero esta vez no distingo la silueta del ilustre personaje. Corre y desaparece por los estrados. Ahora ha descendido al campo de fútbol, corre, corre sagazmente, corre velozmente al estilo de una gacela. Cruzo la rejilla rápidamente para acercarme e indagar por su presencia.
Paro mi paso en el círculo central de la cancha.
-¿Quién eres?-grito. Continúa corriendo pero al oír mi eco detiene su marcha. Un hombre alto y corpulento, me da la cara y responde:
-Disculpa, pensé que no había nadie.
Lo observo detenidamente, estudiándolo, intentando reconocerlo, entre labios menciono su nombre sílaba por sílaba, tímidamente: “¿Ju-li-o Ba-y-lón?”.
El corpudo ser sonríe mostrando sus hermosos dientes blancos, derramando una lágrima de alegría por su pómulo. Gloria de los potrillos, el fútbol peruano y sin parecer excesivo, uno de los mejores futbolistas sudamericanos. Estira su enorme brazo para darnos un apretón de manos. Sin embargo, no contengo mi alborozo, abrazándolo vehementemente y efusivamente. Creo que él se sorprendió con mi actitud, pero se ríe a carcajadas.
-¡Maestro, Baylón, honra a Matute con su presencia!-grito apartándome del abrazo sempiterno.
-No digas eso.-responde humildemente como siempre lo fue en vida- Tú honras al abrazarme y este hermoso museo nacional al abrirme las puertas como siempre.
-Excelente, notable lugar. No existen palabras para describirlo. Sitio ideal para el abrazo de dos amigos desconocidos pero unidos por el mismo sentimiento blanquiazul. Digan lo que digan, Matute es el centro del universo, de nuestro universo.
A lo lejos un niño observaba ansioso y detenidamente el suceso. Un niño de diez años ceñiéndose de su balón. Un niño que en ocho años se convertiría en ídolo de las masas blanquiazules pues lo sacaría campeón contra viento y marea…