viernes, 7 de agosto de 2009

Un ensayo sobre la Redacción con mayúscula


Alejandro Páez Varela

Usted, lector, muchas veces no imagina que mientras duerme, un grupo de individuos intenta convertir su sueño de libertad en verdades traducidas en noticias.

Los periódicos tienen un momento, casi siempre en la madrugada, en el que el peso de la responsabilidad entra por un embudo que apunta hacia alguien en particular. Ese alguien sabe, una o dos horas antes del cierre de edición, que será el elegido de esa noche. Que la punta estrecha del embudo lo ha puesto en la mira y que todo el peso de ese día caerá sobre él. A veces es un diseñador; otras veces un editor, o un redactor, o un reportero de guardia.


En la última media hora del cierre entra, también, el Síndrome del Ángel Exterminador (referencia directa a la película de Luis Buñuel): nadie se va aunque haya terminado.


En la medida en la que se desocupan, esos miembros de la última mesa de cierre en el periódico, con las llaves en la mano –extraño embrujo– se va amontonando detrás de la computadora del alguien, del último en terminar la página final, que a esas alturas sufre por las miradas, los consejos, los nervios, por el crédito de una foto o por mil caracteres que faltan por editar.


Dos gendarmes, uno de producción y otro de la prensa, se instalan junto a esa pequeña multitud de trasnochados; miran el reloj y mueven la cabeza en señal de desaprobación. Castigan, presionan. Si es muy grave el retraso, aparece el de la filmadora, que ya pasó todos los negativos a placas y que espera esta única página, justo la que está en la parte angosta del embudo de la responsabilidad.


La portada, deportes, policiaca de última hora y la sección nacional son equipos que viven más frecuentemente esta presión. El peso del embudo de cierre es muy difícil de sobrellevar. Uno sale del periódico, toma sus cosas, camina al auto, llega a casa, cena, se acuesta y el cuerpo grita al instante: “¡Pero qué te pasa, cómo vas a descansar tan tranquilo si las últimas páginas apenas si las revisaste”.


A veces hace falta una buena dosis de noticieros de televisión, o un whisky en las rocas. O mucho de los dos. Olvidas un momento la tensión, pero no tarda en regresar, y entonces aparece también el reloj, chancleando el segundero como si fuera tu mujer vestida en pijama y con los tubos puestos pidiéndote que te recuestes, que mira qué tarde es, que no vas a poder levantarte temprano, que otra noche que no cumples, etcétera.


Los jefes de redacción, antes y ahora, se vuelven fácilmente alcohólicos o insomnes; o ambos. De cuando en cuando, según la antigüedad del periódico, la mesa de edición se transforma en un muestrario de gente poco sana: fumadores, trasnochados, malcomidos, deprimidos, descuidados. Se dividen las parejas. Se arman tremendos clubes de solterones envejecidos y berrinchudos. Se va la vida en un tris, y un día volteas a las caballerizas de los reporteros y te enteras que muchos de ellos ya ven tu silla con ganas, y todos tienen suficientes años menos que tú.


Siempre he dicho que el oficio del periodista es ingrato; que, a diferencia de muchas otras profesiones, la nuestra se degrada con el tiempo. La experiencia acumulada te vuelve anticuado, y, si no te pones vivo, los géneros periodísticos, en permanente evolución, exponen tu vejez. No veo que pase lo mismo con médicos, arquitectos o ingenieros, que a los 90 tienen alumnos hambrientos por sacarlos, aunque sea unos minutos, de su retiro.


Pero no me voy a quejar. No he trabajado en otra materia que el periodismo; no conozco otro oficio que el mío, a pesar de que, desde hace mucho, entiendo que el tiempo se transforma en un embudo, y que los periodistas vamos transitando por ambos, tiempo y embudo, y que pocos son los escogidos que llegan al cierre de su vida dentro de una Redacción. Las redacciones son de los jóvenes. Quien no conozca un periódico, pida una visita guiada y verá que cualquier diario parece jardín de niños. Y este ejemplo se repite en donde exista un periódico.


Un reportero policiaco


El tiempo. Las ideas pasaron de los tipos fijos al plomo del linotipo, y después a las compugrafics. Y cuando menos nos dimos cuenta dejamos de armar diarios y revistas con metal, gasolinas y madera, y pasamos a las mesas de luz, con papel revelado y cera líquida. La vida es una vela encendida, pienso ahora, y recuerdo las fotocomponedoras o las cámaras en fotomecánica, ahora en desuso, ahora en museos o en las recepciones de los periódicos importantes.


No recuerdo cómo fue, pero antes de lo que pensamos se fundieron las computadoras de pantallas verdes que tanto nos asombraron. Tengo muy claro el día en que vi una Mac por primera vez; qué revolución estaba en puerta: desaparecería la mitad de los oficios en los talleres de imprenta, y nacerían otros más especializados. Los linotipos, que vieron a mi padre dejar la pubertad y convertirse en un adulto, quedarían en calidad de dinosaurios del taller.


En los últimos años, el núcleo duro de la Redacción con mayúscula evolucionó a su manera. Hace tan poco que los reporteros de deportes se reunían los domingos en la tarde para repartirse las ganancias. Armaban montoncitos de monedas que después dividían en escrupulosas partes iguales. Los jugadores tenían notas a su favor; los escribientes se llevaban un extra a casa, y todos bien. Menos el oficio, claro.


Tuve un tutor (de los muchos que se acumulan cuando se empieza de “huesos”, chícharo o corre-ve-y-dile) que me enseñó a ir a fondo en las noticias. “No basta recoger el parte en la barantilla”, decía el viejo policiaco. “Hay que ir a las otras fuentes; los familiares, por ejemplo; o los agentes que participaron en el arresto”. Después me daría cuenta que cobraba a unos y a otros, y dependiendo del arreglo salía la nota publicada, o no.


Esto, claro, sucede ahora. Pero la Redacción con mayúscula ha dejado de ser triste escenario de muchas cochinadas a las que estaba acostumbrada. Digamos que hoy existe un poco más de pudor. Afortunadamente


***


Es cierto que los periódicos pasaron de los tipos fijos a las computadoras, pero conservan la mayoría de las deficiencias que los acompañaron durante finales del Siglo XIX y todo el XX. Algunos empresarios de medios consideran el periodismo como una herramienta para evitar el golpeteo político o para defender otras empresas. Pero cada vez es menos. Muchas empresas de medios desprecian a los periodistas, y los someten a salarios con los que no vive nadie de manera honesta. Esto, evidentemente, facilita que muchos reporteros caigan seducidos por tentaciones de cien o de mil pesos.


Reporteros y editores caen en las mismas tentaciones del pasado: sucumben frente al poder económico de los políticos, de los jefes policiacos o de los encargados de oficinas medianas y grandes de la burocracia. Que nadie se engañe, que quede muy claro: la manipulación y la corrupción que impulsaba el Estado desde tiempos del PRI, no se ha ido con el PRD ni con el PAN.


Los gobiernos de oposición dejaron sin tocar las estructuras que permitieron corromper a los periodistas en el pasado.


Muchos de los jefes de prensa que repartieron chayotes durante la dictadura del PRI, están ejerciendo desde oficinas identificadas con gobiernos de una supuesta oposición. Los gobiernos de los estados panistas y perredistas siguen pagando espacios en las portadas de los diarios; ambos, periódico y gobierno, engañan a los lectores con información que parece de buena fe.


Los gobernadores aparecen partiendo su pastel de cumpleaños, inaugurando un bache o junto a lindísimas edecanes que los conducen por pasillos del poder. Todo con gasto al erario. Los gobiernos locales siguen ejerciendo la presión sobre los medios, y gastan carretadas de dinero libre de impuestos para mantener tranquilos a los directores.


Las muchas y afortunadas excepciones son loables y atienden a una evolución que hubiéramos querido más acelerada.


La manzana de Newton


No me tiro al piso. Creo que este oficio evolucionará hacia “mejor”. Claro que sí. Por qué no. Hay que esforzarse para entender el progreso como esta escalera que va hacia ese “mejor” –cualquier cosa que “mejor” sea–. Hay que pensar que cada generación es un peldaño para que la siguiente llegue un poco más alto. Hay que creerse la idea de que el progreso es una ley de la física y que, gota del grifo, tarda, tarda, pero finalmente caerá. Pienso con optimismo que el progreso, como la manzana de Newton, terminará por caernos en la cabeza.


Este oficio tiene pequeñas aspiraciones, como ejercer con libertad y dignidad, con buenos salarios y herramientas suficientes. Yo que soy romántico, pienso que es irreversible el cambio. Me emociona ver a los chavos, que se ven mucho más sanos que los viejos con los que yo inicié. Internet democratiza cada vez más el acceso a la información y cada vez hay más periodistas de carrera; cada vez aparecen más empresas que privilegian la ética; son cada vez más frecuentes los medios que le dicen no a la corrupción y a los métodos de Estado corruptor que aplican los gobiernos inmorales, ya sean del PAN, PRI o PRD.


Creo en el progreso. Creo que el cambio es inminente e irreversible. Sí me creo la idea de que no solamente abandonamos los linotipos, sino que esta reconversión de industria abarca aspectos del recurso humano, como la profesionalización y la ética. Sí creo que la estupidez de los gobiernos del pasado no tendrá espacio frente al honor, y la imparcialidad y la vergüenza dictará las notas de ocho columnas.


***


No recuerdo bien qué hice todos estos años en los que el linotipo se volvió computadora. Lo que sí tengo muy claro es que jamás he recibido un solo peso que no me haya ganado. Eso es un avance. La generación anterior vivió de sobres; la mía ya no. Falta, claro, que todas las empresas de medios lo entiendan y lo impulsen.


***


Los periodistas jugamos a manipular el tiempo. Creemos que es una tarea de semidios congelar espacios de ese tiempo que, cuando menos pensamos, se nos viene encima; en la vida y en lo cotidiano; en las páginas o en nuestras casas.


El tiempo presiona a los periodistas a diario; el tiempo presiona la vida de los periodistas por años; congelar el tiempo es una tarea ingrata que desgasta.


El tiempo es un verdugo. Qué le vamos a hacer. El cierre de edición y el cierre de la vida de un periodista implican tanta adrenalina que a veces me siento capaz de empujar (Sísifo), cuesta arriba, una piedra del tamaño de una catedral. Y a veces me gana el desánimo.


Es cierto que nada se compara a la adrenalina del cierre; nada es igual al sueño de dominar, por un momento, esas fracciones de tiempo, imprevisibles, inesperadas, inestables, que son las noticias.


Pero el tiempo cobra cuotas. Son gotas espesas de un aceite llamado cansancio.